11 noviembre 2017

Monturiol y el barco-pez

¿Qué nos falta para lanzarnos a esta gloriosa conquista? ¿Acaso capitales? Los tenemos sobrados. ¿Inteligencias tal vez? Personas inteligentes no pueden faltar en nuestra España, cuyo desarrollo científico e industrial va tomando tantas creces, que en los últimos treinta años presenta un adelantamiento tan portentoso, para cuya consecución los demás países han necesitado más de un siglo. Nuestros maquinistas, industriales y constructores de toda clase, que se han formado en las escuelas públicas, y fuera de ellas, y sobre todo nuestro cuerpo de ingenieros, se encuentran a la misma altura de los ingenieros de los países más adelantados. Ni a unos ni a otros les falta voluntad y pasión para asombrarnos con sus obras.
Memoria sobre la navegación submarina, Narciso Monturiol, Barcelona, 1860.
Utopía y optimismo
imgComo puede leerse en el pequeño fragmento que he seleccionado de la memoria sobre navegación submarina publicada mediado el siglo XIX por Narciso Monturiol, no cabe duda de que se trataba de un hombre resuelto, soñador y, sobre todo optimista. Muchos otros no compartían la positiva visión de una España creciente en su camino hacia la industrialización pero, aunque las cosas se torcieran una y mil veces, para el genio catalán el futuro siempre aparecía dando forma a un mundo mejor, donde la tecnología resolvería gran cantidad de problemas. Y no le faltó razón, en cierto modo. Cómo hubiera disfrutado el bueno de Narciso de haber podido conocer las maravillas de la tecnología submarina del siglo XX, y aun más de nuestra centuria recién nacida. La vida de Monturiol es bastante conocida, en su época su figura, y sus ideas, lograron gran predicamento, aunque poco caso consiguió de las autoridades a quienes tanto acudía buscando lo necesario para dar vida a sus sueños submarinos. Luego, su historia se olvidó, aunque en los últimos años ha vuelto a la luz gracias a diversas publicaciones sobre esta insigne figura de la tecnología española. No se puede negar que las aventuras de este catalán, nacido en Figueras en 1819, hubieran sido mucho más apasionantes de haber conseguido financiación y apoyo del gobierno, quien sabe, puede que la historia del siglo XIX hubiera cambiado radicalmente. Por ejemplo, ¿qué hubiera sucedido si la Armada hubiera tenido en su poder una flota de submarinos de combate en 1898? Bien, olvidemos las fantasías ucrónicas que a nada nos conducen y centrémonos en glosar, aunque sea únicamente rascando su superficie, la vida de Monturiol.
Narciso fue bastante rebelde desde muy joven, su idealismo siempre desbordaba las expectativas de sus allegados, quienes seguramente pensaban que al chaval habría que domarlo para que pusiera los pies en la tierra. No lo lograron, para fortuna del devenir histórico, pero también para desgracia del propio Monturiol, al que no acompañó la fortuna todo lo que hubiera sido deseable. Sus padres le enviaron a estudiar a Cervera y, más tarde, completó su formación en Leyes en Barcelona, aunque nunca ejerció la carrera en la que se había formado. Nada de eso, en su camino se cruzaron las más avanzadas ideas utópicas de Europa, tan fantásticas como su propio espíritu, condenadas al fracaso al poco de ser puestas en prácticas, pero igualmente atractivas. Antes de cumplir treinta años dedicó sus esfuerzos a la política y al estudio de las ciencias naturales e, influenciado por el ideario del utópico Cabet, soñó con un mundo libre para todos, sin dinero, donde la tecnología y la bondad fueran los alimentos de la nueva humanidad. A punto estuvo de partir hacia los Estados Unidos, para participar en un experimento comunitario basado en aquella utopía, pero finalmente optó por luchar por sus ideas en su propia patria. Su relación con el Partido Republicano, su pasión por el socialismo utópico y el verse en el medio de los sucesos de 1848, fueron ingredientes suficientes como para verse huyendo hacia el exilio en Francia. Con osadía, fundó en Barcelona su propio periódico, basado en su ideario. No es que tuviera una gran audiencia, pocos soñadores como él pudo encontrar, pero eso no fue suficiente como para que, llegados a los oídos del poder ciertos artículos que aparecieron en uno de sus periódicos, El Padre de Familia, se convirtieran al instante en motivo más que suficiente para su persecución. En Francia aprendió el oficio de cajista, lo que le fue de utilidad a la hora de su pronto regreso a Cataluña, concretamente a Cadaqués, donde fundó una imprenta. 
Cuentan las crónicas, aunque esto hay que tomarlo con cierta prevención, que fue en esa localidad de la costa catalana donde a Monturiol se le iluminó la mente con la idea de construir una nave submarina. Tal chispazo inventivo había azotado la imaginación de muchos otros anteriormente, y en algunos de ellos la simple idea terminó convertida en nave capaz de surcar las aguas bajo su superficie. Eso lo conocía Narciso, por supuesto, pero él quiso ir más allá, deseaba un océano conquistado por el poder de las naves sumergibles. En Cadaqués se asombró ante el sufrimiento y los peligros a los que los pescadores de coral locales estaban sometidos. Para librar de tan pesadas cargas a los trabajadores del mar, Monturiol se conjuró a sí mismo para diseñar la más perfecta nave submarina posible, capaz de ser empleada en cualquier labor que necesitara de la navegación bajo las aguas.
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El barco-pez en acción
En un caso común, se convendrá en que todo hubiera quedado ahí, una idea romántica pero nada más, sobre todo frenada por la falta de preparación técnica del sujeto. Más, el polifacético soñador no era de los que se rinden con facilidad. Observó, estudió y, con el tiempo, logró una formación autodidacta de primer orden en el campo de la ingeniería. Naturalmente, graves lagunas le acuciaban, pero fue capaz de sortear sus deficiencias formativas con sobresaliente ingenio. Así, alejado de turbulencias políticas, se centró en dar forma a su idea. En 1856 comenzó a trabajar serio en su sueño, pidió ayuda a sus amigos y familiares, además de incluso a sus adversarios políticos, les planteó su proyecto, por encima de cualquier clase de lucha política y debió ser muy perspicaz y efectivo, porque logró reunir la nada despreciable cantidad de 20.000 duros. Con ese capital nació el Ictíneo, el barco-pez, botado en la Barceloneta en 1859.
La nave era singular, aunque problemática, pues su control y propulsión dependía de la fuerza de los hombres a bordo. Casco de madera, siete metros de eslora y dos y medio de manga, el barco que imitaba a los peces sumergiéndose ante la sorprendida mirada de los curiosos funcionó sin problemas, a pesar de ser bastante tosco. En ese momento se lanzó Monturiol a realizar toda una campaña publicitaria, encaminada a lograr los fondos necesarios para crear un modelo perfeccionado que superara las limitaciones del primitivo intento. Para lograr su objetivo Narciso atacó por diversos frentes. El de la prensa lo ganó pronto, los periódicos se pusieron a sus pies. Había pues que luchar en otro lugar muy diferente, los despachos de ministros y burócratas. No tuvo más remedio que abandonar sus ideales primigenios, habría una versión “civil”, diseñada para navegar con pasajeros, pescar y, cómo no, para la captura de corales pero, cómo no, diseñaría para el gobierno un modelo militar dotado con un potente cañón. Esperó, de esa forma, convencer a las autoridades para que le fueran concedidos los fondos necesarios en el desarrollo de su nueva nave.
Tras más de cincuenta inmersiones con éxito realizadas hasta 1862, llegó la hora del juicio por parte de ministros y responsables de marina. La nave se sumergió en aguas del puerto de Alicante, todo funcionó a la perfección y el júbilo estalló entre los presentes, el futuro de las naves submarinas españolas estaba asegurado, el Gobierno mostró un apoyo incondicional. Claro que, del dicho al hecho va un gran trecho, y en este caso el recorrido fue infinito, pues nunca se llegó a un acuerdo de financiación adecuado. De despacho en despacho, multitud de papeles ahogaron a Monturiol quien, completamente desengañado, decide apostar por la financiación privada pues poco o nada podía esperar de los burócratas. Con la gran popularidad lograda pensó Narciso en dar forma a una empresa capaz de construir y comercializar su nueva nave, el Ictíneo II. Reunidos los 350.000 duros necesarios para tal empeño, vio la luz en 1866 el segundo barco-pez.
Una maravilla, sin duda, porque aunque seguía siendo tosco y poco maniobrable, el Ictíneo II logró contener adelantos que únicamente fueron superados bien entrado el siglo XX. La propulsión “manual” fue pronto substituida por una caldera y motor de vapor alimentada por la reacción exotérmica creada en el seno de un reactor capaz de generar oxígeno. He ahí la gran novedad, una verdadera genialidad, la capacidad para permanecer sumergido durante horas gracias al reciclaje del oxígeno de la atmósfera interior de la nave. En el barco-pez de diecisiete metros de eslora y tres de manga, la tripulación podía sumergirse a treinta metros de profundidad y respirar oxígeno generado por la reacción del clorato potásico con un catalizador, siendo capturado el dióxido de carbono gracias a un reactor que, por medio de una solución alcalina, convertía el gas en carbonato cálcico. Tal adelanto tenía un problema, permitía respirar pero generaba tal cantidad de calor que se hacía difícil tripular la nave.
El triste final del sueño
El Ictíneo II logró sumergirse con éxito en muchas ocasiones, incluso puso a prueba su cañón, con la esperanza de interesar de nuevo al Gobierno. Nada de eso sucedió, el capital se agotó hacia 1867, las deudas ahogaron a Monturiol, nadie acudió en auxilio de su invento y quebró la empresa. Las naves, máquinas y todo lo que perteneciera a la Sociedad fue convertido en chatarra y Narciso cayó en el más profundo de los abatimientos. Abandonó pues su sueño submarino y se decidió a recorrer caminos más mundanos. En 1873 es nombrado director de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre de Madrid, donde deja muestra de su ingenio con diversas mejoras técnicas en sus máquinas y procedimientos. Ese mismo llega a ser diputado en las Cortes, pero su ímpetu juvenil, sus sueños, han sido destruidos.
Como en tantas ocasiones, el destino guarda siniestros giros. Tras fallecer casi olvidado en 1885, el paso de los años vio cómo calles y edificios públicos eran nombrados en recuerdo del genial inventor. De nada le sirvió a él y a sus hijos submarinos, nadie siguió su estela, si acaso Isaac Peral, cuya historia guarda ciertos elementos paralelos. La flota submarina soñada por Monturiol llegó a buen puerto, pero en otros lugares y tiempos. En 1917 España compró a Italia una nave submarina, a la que se dio por nombre “Narciso Monturiol”. Casi parece una burla, pues con tal gesto se demostraba que la oportunidad abierta a mediados del siglo XIX, nunca fue aprovechada.
Más, siempre nos quedarán las palabras proféticas de alguien que supo ver que el futuro, si bien no sería tan perfecto como en sus sueños y en los de sus amigos amantes de las utopías decimonónicas, sí supo dar cuenta del espíritu inquieto de la humanidad:
Probemos que no somos extraños al movimiento de nuestra época: que si ésta derrama la luz, nosotros sabremos aprovecharla para descubrir nuevos mundos. (…) Los polos de la tierra, el fondo de los mares, las elevadas regiones atmosféricas, he aquí tres grandes conquistas reservadas a un porvenir bastante próximo. (…) Trabajar para que se aproxime la época de esas tres conquistas, he aquí la tarea que me he impuesto.
Fragmentos de varios manifiestos de Monturiol, aparecidos en la edición del 7 de diciembre de 1929 de Alrededor del Mundo.

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