02 diciembre 2017

La agonía de los submarinos

No siempre el viejo sueño del hombre de poder navegar bajo agua termina bien
El visionario holandés Cornelius Jacobszoon Drebbel (1572-1633) construyó un bote cubierto de cuero que en 1620 sumergió en el río Támesis. Fue el primer submarino de la historia: los pasajeros, disimulando su condición de sardinas pasajeras entre un lugar lleno y otro, recibían el oxígeno por un tubo conectado a la superficie. Se sentían numerosamente inmersos en una inmensa escafandra donde el aire era suficiente para ver por un rato los interiores del mar. Aquello era un living con algas en lugar de alguien. El holandés siguió hasta que el cuero se le echó a perder.

Los alemanes llaman al submarino "Barco U". Una novela situada en la década guerrera de 1940, Das Boot, pone en el centro de la acción a ese personaje de hierro que en 1770 empezó a utilizarse por primera vez con fines bélicos. El submarino con forma ovoide que hizo el ingeniero estadounidense David Bushnell (1740–1826) apenas podía estar sumergido media hora, tiempo que le fue suficiente para hundir parte de la flota británica estacionada en la bahía de Nueva York (durante la guerra de independencia estadounidense).

Los inventos posteriores con fines náuticos que salían a la realidad acercaron las profundidades a la superficie; a la útil posibilidad del descubrimiento y de la imaginación que miraba lejos, hacia el interior profundo. La tecnología continuó agregando detalles que hicieron más probable a esa máquina para no mojarse bajo el agua, como podría definirse al submarino. O: lata no apta para claustrofóbicos. La sola suposición de tal espacio (o falta de este) sumerge en la inquietud. Una leyenda urbana dice que los accidentes en submarinos ocurren muy tarde en el día, cuando la noche parece más gigante que sus divisiones y nomenclaturas. 

La imaginación humana siempre tuvo gran fascinación por las profundidades marinas. Las estrellas de mar guardan tantos secretos como las del ancho firmamento. Julio Verne, adelantado en más de un aspecto, vislumbró las fabulosas historias submarinas relacionadas a la época moderna cuando en marzo de 1869 publicó la primera entrega de la novela serializada Veinte mil leguas de viaje submarino. Así pues, mucho antes que el cine la fantasía literaria entró en sintonía con los espacios sumergidos y a partir de ese año encontró razones húmedas para imaginar mejor, promoviendo la llegada de vehículos subacuáticos que pueden funcionar como aviones mojados entre una parte y otra del océano sin necesidad de salir a la superficie. Verne, autor de más de 100 libros, es decir, escritor de imaginación caudalosa (y el adjetivo evoca algo líquido que lo acompañó a partir de la tinta que utilizó para escribir), planeó excursiones al origen del océano, y en el libro mencionado trajo al mundo la imagen histriónica del Nautilus, cuyo nombre proviene del submarino homónimo –pero real– de seis metros de largo inventado por Robert Fulton, el primero con oxígeno incluido. Verne, hombre franco (nació en París) con las cosas fantásticas, redimensionó la nave profunda y le puso un capitán con nombre inolvidable, Nemo, el primer gran Odiseo contemporáneo. Nemo suena a remo, pero este todo el tiempo estaba seco dentro del agua. 

El fondo del mar es como una alcancía; nadie sabe qué cantidad hay dentro. Un tesoro celestial (tiene estrellas), con algo de esgrima y turf: hay peces espada y caballitos de mar. Si es que se cumplen los vaticinios de la ciencia y el cine, algún día todo el planeta estará bajo agua y los rascacielos de Nueva York rascarán el fondo marino. Será la nueva Atlántida y para entonces sus famosos puentes colgantes resultarán inútiles: no colgarán de nada, igual que Lincoln (el túnel), que ahora une dos orillas por debajo del agua. En el puro océano sin túneles todo está unido. Para entonces, Waterworld, la película, será considerada un documental. La ficción se adelanta a la realidad y un día lo será, pero en ese día cercano y demasiado real nadie podrá abandonar la sala.

Es tanta la cantidad de películas filmadas con navíos capaces de navegar bajo el agua, más de 150 en total, que hay incluso un género: cine de submarinos. La primera fue El secreto del submarino, de 1915. De la misma manera que hay decenas de filmes que desaparecieron por completo del radar y fueron tragados por el mar del olvido, hay otros que no solo se convirtieron en clásicos sino que mantuvieron actualidad, por más que los submarinos que los protagonizaron hoy parezcan vetustos. 

Los malditos (1947), de René Clément, sigue siendo una obra maestra, tal vez la película con un submarino que mejor ha logrado representar el sentido de claustrofobia asociado al encierro en el fondo del mar. La lista es larga y cada uno puede tener su favorita. Algunas se transformaron en clásicos recientes del género, como la alemana El barco (1981), que en la versión del director dura 209 minutos; La caza del Octubre Rojo (1990), la película de submarinos con mejor taquilla; Marea roja (1995), en la cual brillan Gene Hackman y Denzel Washington, posiblemente el filme de Tony Scott más logrado; Sumergidos (2002); La batalla del Atlántico (2009); y la reciente Mar negro (2014), con Jude Law, dirigida por el talentoso Kevin McDonald, con varias películas buenas en su filmografía.
En tiempos muy posteriores a la guerra fría, un submarino argentino desapareció en aguas heladas. 

La historia de los días de incomunicación del ARA San Juan ha generado angustia mundial. La imaginación no tuvo problemas para conjeturar el horrendo escenario de sus ocupantes, convertidos en víctimas de la desesperación.

Años atrás, un héroe soviético dijo: "En ninguna parte hay tanta igualdad ante el destino como a bordo de un submarino". La profundidad marina recreó el mundo adelantado de Julio Verne, pero con mayor cantidad de adrenalina, a tono con una época nerviosa como la actual, donde los bordes transgredidos son los del espíritu. En agosto de 2000 hubo un caso similar, el del K-141 Kursk. El mar transformó en sus títeres a los ocupantes del submarino ruso, especie de Titanic a la inversa: no se hundió, sino que no pudo salir a la superficie. Como sucede en las catástrofes de este tipo, los submarineros podían ver el mundo exterior únicamente en pantallas electrónicas y no por ventanas panorámicas, tal como sucedía en la serie televisiva Viaje al fondo del mar (1964-1968), en la que las amenazas marinas eran literarias aunque no supieran escribir.

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